22 julio 2009

Y con humor

Le despertó el sabor y el olor de su sudor, con el corazón latiendo cual Tamboriler del Bruc y con la sensación de haber estado inconsciente media vida.

Al abrir los ojos vió, esparcidos por el suelo, algunos de sus juguetes y cuentos de la infancia: sus muñecas "cochonas", un deuvedé de Los Pitufos, el cuento de La zorra y las uvas y un viejo ejemplar de Príncipe y Mendigo.

No recordaba cómo había llegado hasta ese rincón del trastero, pero tenía la consciencia de haber sentido como caía en un agujero negro, sin fin, y la sensación de vértigo que sintió.

Sopló para alejar la capa de polvo que cubría las muñecas y los cuentos, y los fue cogiendo uno a uno, mirándolos con los ojos entreabiertos, preguntándose porqué esos y no otros. Lo metió todo en una mochila y subió al piso.

Al entrar, el hedor le echó para atrás, y el desorden casi le hace vomitar. "¡Que asco!", se dijo para sí, a la vez que esbozaba una leve sonrisa de pícaro recuerdo.

Sin pararse a poner nada en orden, se sentó en el polvoriento sofá y sacó de la bolsa los objetos que había traído, uno a uno.

Recordaba que quería dejar de fumar, así que aunque estaba un poco ansioso no buscó tabaco. Con las chochona en la mano, se acercó a la cocina y hurgó en los cajones en busca de un encendedor. Encontró uno viejo pero que aún funcionaba y lo encendió; cogió las chochonas por los pelos y las quemó.

Mientras se consumían las muñecas en lo que bien podía parecer un fuego infernal, se entretuvo en releer Príncipe y Mendigo. Al recordar el final feliz para el mendigo, decidió dejarlo y, dibujando una sonrisa en su faz, recogió del suelo el cuento de la zorra.
Era uno de esos cuentos troquelados, con los que los padres tranquilizan a los niños antes de ir a dormir. Rememoró la moraleja y sonrió con asco ante las palabras finales del animal. "¡Que les den!", masculló para sus adentros. Lo rompió en dos y lo apretujó en el infesto cubo de la basura.

Comenzó a recoger "su queli", ordenando lo que había ido esparciendo por doquier. Cuando pensó que ya era suficiente, se sentó en su butaca preferida -de hecho, la única que tenía-. Revolvió en el cajón de lo que pretendía ser una mesita de centro en busca de un cigarro. No había, pero encontró un puro regalado por algún feliz matrimonio, lo que le hizo más gracia aún. Lo encendió y, aunque el humo le rasgaba los pulmones, se esforzaba por no toser.

Con el pensamiento embebido, cayó en la cuenta de que el deuvedé de Los Pitufos había quedado bajo la mesita. Lo cogió con cariño, sonrió a la portada, y lo guardó en un lugar donde no se pudiera perder y donde siempre lo tuviera a la vista. Lo ubicó ordenadamente y, guiñandole un ojo le maulló en tono suave.

Decidió darse una ducha. Entro en el baño, se desnudó y, mirándose al espejo, se sonrió con los ojos.

Comenzaba a recordar como cayó. Y mañana, a pesar de todo, volvería a trabajar. Y con humor.