21 julio 2008

PDL


Buenaaaasss. ¡Buf, cuanto tiempo sin escribir! La verdad es que tanto ajetreo vital me ha dado para escribir mucho, pero entre las emociones y el trabajo mental de asumirlas me han hecho dejarme llevar por la pereza.

Tenía pensando escribir sobre mis 40 años (¡joder! ya los cumplí), sobre mis andanzas con “El clan de los mentirosos”, sobre mis vacaciones o sobre el concierto de Police (vaya bodrio, madre mía). Pero al encender el ordenador siempre encontraba alguna otra cosa que hacer más perentoria o menos cansada.

Hoy no es que sea ningún día especial, pero ha llegado a mis manos un relato, del que me ha gustado en especial un trozo. No es nada extraordinario, pero mira... Así que he pensado que una buena de retomar el blog de manera poco cansada podría ser transcribiendo lo que otro ha escrito.

Prometo intentar no perder el ritmo y volver a plasmar aquí mis pensamientos, conjeturas y paridas vitales.

Hala, me voy a ver CSI.

Aquella mañana se levantó cansado. No había dormido bien y el crujir de sus huesos le recordó que el tiempo pasaba sin perdón. Había pasado mucho tiempo desde que vivía, sólo, en aquella casa de cristal.
Se miró en el espejo, sucio, y vio un rostro triste, con el pelo largo y despeinado. Se apoyó sobre el mármol, también sucio, como estaba el resto de la casa desde aquel día en que la alegría había huido de su existencia. Sopló y decidió lavarse la cara. Al menos que los insectos que ya le hacían compañía no abandonaran sus plácidas guaridas y se le engancharan en los restos de las lágrimas derramadas.

Hizo, como cada mañana desde hacía tiempo, dos tazas de café. Se tomó una y dejó enfriar la otra. Había cogido la costumbre de combinar un café caliente con otro frío.
Se vistió con lo primero que encontró y rebuscó entre los cajones de la mesa un trozo de papel y un lápiz.

Ella le había enseñado a leer y a escribir. Sonrió al pensar que no sólo le había iniciado en el placer de la lectura y en la grafía, sino también a leer en los ojos de las personas, en sus gestos y en sus silencios. Por eso supo que los silencios que le llegaron desde que ella se fue tenían un significado que sólo él sabía comprender.

Empezó a escribir, como tantas otras veces, una carta de amor. Otra carta que sabía nunca llegaría a destino.
Le repitió cuánto la echaba de menos, le pedía perdón sin saber bien porqué, le rogaba que le pidiera que le abrazara, que pusiera sus manos sobre sus senos, que le dijera que le quería.
Le contaba lo que había soñado, siempre con ella en el centro de su delirio onírico, preguntándole si ella también soñaba con él.

Como siempre que escribía, el lápiz se le escapó de entre los dedos y una lágrima diluyó el carboncillo del trazo grueso marcado sobre el papel.
Y como siempre que escribía, rompió en mil pedazos la carta y suspiró renegando de su mala suerte.

Cogió una botella de Johny Fish de las decenas que apilaba junto a la basura desde que la desesperación le llevó a ahogar sus penas en alcohol. Puso en ella otro trozo de papel escrito y abrió el ventanal.
Las primeras olas del día rompían contra las rocas, a poco de la casa. Se zambulló en las aguas frías y nadó. Cuando ya apenas divisaba la silueta de lo que quiso que fuese su nido de amor eterno abrió la mano y dejó que la botella se alejara siguiendo el curso de la corriente del mar.
Otra botella más. Otro mensaje más. Un papel sencillo, como él, con sólo dos palabras escritas: “TE QUIERO”.