14 diciembre 2005

Podríamos hacer caso a los niños


Los pensamientos de los niños suelen ser simples y sorprendentes, pero no por ello debemos obviarlos.
Lo que os voy a contar me pasó con mi hijo David, de sólo 5 años, hace unos días.

No recuerdo el inicio de la conversación, pero en un momento le dije que su abuelo, mi padre, no cobraba mucho dinero. Mi hijo, sorprendido, me contestó "¡Pero si el yayo trabajaba haciendo coches! ¿Por qué no cobraba mucho?". Le expliqué que en la Seat no tenían grandes sueldos (algunos están a punto de perder su salario, incluso).
Casi enfadado, me contestó "¡Pero, papá, si Fernando Alonso, que sólo conduce coches cobra mucho dinero!, ¿como puede ser que los que los fabrican cobren poco?".

La frase me dejó pensativo. Carl Marx hizo todo un tratado sobre teoría económica, en el que, en resumen, venía a decir lo mismo. Y mi hijo, que va a P-5, ya ve claro que esto de la diferencia de clases no está bien.

Sólo espero que la sociedad de consumo no le estropee tan bello pensamiento.

He tardado unos días en iniciar mi periplo literario-filosófico en este blog, y no ha sido por pereza, sino porque he pensado mucho que contedio darle a esta primera intervención. Cuando decidí crear este espacio tuve muy claro porqué quería hacerlo, y os lo quiero explicar.

Mi pasión por el debate, el libre pensamiento y la tolerancia a las ideas de los demás arranca en mi infancia. Y se la debo a mi padre.
Con Juanjo discutía a diario. Discusiones sobre temas intrascendentes, o sobre valores, o sobre política, y hasta sobre fútbol. Hablábamos con vehemencia, hasta elevando el tono de voz, pero siempre con respeto y con una sonrisa en los labios.
De él aprendí que lo más importante son siempre las personas. Sus problemas, sus sentimientos, sus anhelos; en resumen, su corazón.

Este mes de febrero me dejó huérfano. No sólo perdí a mi padre: perdí a mi amigo, mi mejor amigo (nunca te lo dije, error de hijo), a mi compañero de filosofías, a mi compañero de batalla. Perdí a esa persona de la que sabía que siempre perdería las partidas, como cuando jugábamos al ajedrez y se dejaba ganar, simplemente porque me quería. Perdí a mi maestro, al profesor que prefería que dudara de sus enseñanzas a convencerme porque eso me hacía más libre y más fuerte.
Ahora, cuando no le tengo para plantearle mis pensamientos inútiles, cuando no puedo pedirle consejo sobre lo que está bien y lo que está mal, cuando no puedo escuchar lo que piensa sobre la LOE, sobre la situación de SEAT, sobre la solución a los accidentes de tráfico o sobre si Catalunya es o no una nación, escribo mis pensamientos en la red. Con la esperanza de que desde su escaño en el mundo de los justos se conecte algún día y nos diga la suya. Con su sabiduría.

Papá, espero tus correos.